Jacob Hoefnagel
Teniers, David
Tentaciones de San Antonio Abad
Cuentan la leyenda que, en la época en que dioses y seres fabulosos poblaban la tierra, vivía en Grecia un joven llamado Orfeo, que solía entonar hermosísimos cantos acompañado por su lira. Su música era tan hermosa que, cuando sonaba, las fieras del bosque se acercaban a lamerle los pies y hasta las turbulentas aguas de los ríos se desviaban de su cauce para poder escuchar aquellos sones maravillosos.
Un día en que Orfeo se encontraba en el corazón del bosque tañendo su lira, descubrió entre las ramas de un lejano arbusto a una joven ninfa que, medio oculta, escuchaba embelesada. Orfeo dejó a un lado su lira y se acercó a contemplar a aquel ser cuya hermosura y discreción no eran igualadas por ningún otro.
- Hermosa ninfa de los bosques –dijo Orfeo-, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte.
La joven ninfa, llamada Eurídice, dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a Orfeo y se sentó junto a él. Entonces Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que se había oído nunca en aquellos bosques. Y pocos días después se celebraban en aquel mismo lugar las bodas entre Orfeo y Eurídice.
La felicidad y el amor llenaron los días de la joven pareja. Pero los hados, que todo lo truecan, vinieron a cruzarse en su camino.
Y una mañana en que Eurídice paseaba por un verde prado, una serpiente vino a morder el delicado talón de la ninfa depositando en él la semilla de la muerte. Así fue como Eurídice murió apenas unos meses después de haber celebrado sus bodas.
Al enterarse de la muerte de su amada, Orfeo cayó presa de la desesperación. Lleno de dolor decidió descender a las profundidades infernales para suplicar que permitieran a Eurídice volver a la vida.
Aunque el camino a los infiernos era largo y estaba lleno de dificultades, Orfeo consiguió llegar hasta el borde de la laguna Estigia, cuyas aguas separan el reino de la luz del reino de las tinieblas. Allí entonó un canto tan triste y tan melodioso que conmovió al mismísimo Carón, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna.
Orfeo atravesó en la barca de Carón las aguas que ningún ser vivo puede cruzar. Y una vez en el reino de las tinieblas, se presentó ante Plutón, dios de las profundidades infernales y, acompañado de su lira, pronunció estas palabras: - ¡Oh, señor de las tinieblas! Héme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo. Yo os prometo que cuando nuestra vida termine, volveremos para siempre a este lugar.
La música y las palabras de Orfeo eran tan conmovedoras que consiguieron paralizar las penas de los castigados a sufrir eternamente. Y lograron también ablandar el corazón de Plutón, quien, por un instante, sintió que sus ojos se le humedecían.
- Joven Orfeo –dijo Plutón-, hasta aquí habían llegado noticias de la excelencia de tu música; pero nunca hasta tu llegada se habían escuchado en este lugar sones tan turbadores como los que se desprenden de tu lira. Por eso, te concedo el don que solicitas, aunque con una condición. - ¡Oh, poderoso Plutón! –exclamó Orfeo-. Haré cualquier cosa que me pidáis con tal de recuperar a mi amadísima esposa.
- Pues bien –continuó Plutón-, tu adorada Eurídice seguirá tus pasos hasta que hayáis abandonado el reino de las tinieblas. Sólo entonces podrás mirarla. Si intentas verla antes de atravesar la laguna Estigia, la perderás para siempre.
- Así se hará –aseguró el músico.
Y Orfeo inició el camino de vuelta hacia el mundo de la luz.
Durante largo tiempo Orfeo caminó por sombríos senderos y oscuros caminos habitados por la penumbra. En sus oídos retumbaba el silencio. Ni el más leve ruido delataba la proximidad de su amada. Y en su cabeza resonaban las palabras de Plutón: “Si intentas verla antes de atravesar la laguna de Estigia, la perderás para siempre”.
Por fin, Orfeo divisó la laguna.
Allí estaba Carón con su barca y, al otro lado, la vida y la felicidad en compañía de Eurídice. ¿O acaso Eurídice no estaba allí y sólo se trataba de un sueño?. Orfeo dudó por un momento y, lleno de impaciencia, giró la cabeza para comprobar si Eurídice le seguía.
Y en ese mismo tomento vio como su amada se convertía en una columna de humo que él trató inútilmente de apresar entre sus brazos mientras gritaba preso de la desesperación: - Eurídice, Eurídice...
Orfeo lloró y suplicó perdón a los dioses por su falta de confianza, pero sólo el silencio respondió a sus súplicas. Y, según cuentan las leyendas, Orfeo, triste y lleno de dolor, se retiró a un monte donde pasó el resto de su vida sin más compañía que su lira y las fieras que se acercaban a escuchar los melancólicos cantos compuestos en recuerdo de su amada.
Cuadro 2: Escuela Flamenca
Obra de D. Teniers, en ella se representa el tema de las Tentaciones de San Antonio Abad. En la escena vemos a una joven diablesa que irrumpe, con un acompañante, y reemplaza a la vieja de las versiones precedentes y del original de la Gemäldegalerie Berlín, en el cubículo del santo. El surrealismo ambiental y los monstruos de estirpe demoníaca evocan imágenes bosquianas, pero la elegancia del gesto y la indumentaria de la pareja, símbolo de vanidad y lujuria, encubren el dramatismo intrínseco del relato.Los personajes sugieren, de forma pintoresca, la presencia de los pecados capitales; la Gula, con expresión bonachona y un amplio collar de salchichas, penetra en la cavidad rocosa a caballo de un esqueleto, y la Pereza se reconoce en la joven con aspecto cansino que apoya el mentón en su mano; en el ángulo izquierdo, la Ira cabalga victoriosa sobre un león, y vencida a sus pies figura la Envidia, simbolizada por una manzana, y en el ángulo opuesto, la Avaricia; el embudo que sirve de caso al jinete volador simboliza la Lujuria, y los motivos sobre el altar, la vanidad de la vida; personificaciones que toma de las Artes Morales de Coornhert (Texto extractado de Díaz Padrón, M.: El siglo de Rubens en el Museo del Prado: catálogo razonado de pintura flamenca del siglo XVII, 1995, p. 1428).
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